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Archive for 23 de noviembre de 2009

Todos mentimos, lo que cambia es la dosis

Engañamos por cordialidad, por convivencia, por ocultar delitos o por egocentrismo – Hay embustes que crecen demasiado hasta requerir gran cantidad de tiempo y energía para ser mantenidos

SILVIA BLANCO

Si con mucha ilusión alguien le regala un pastor alemán de porcelana de tamaño natural por su cumpleaños, lo más probable es que diga «muchas gracias» y que sonría como pueda. Aunque le parezca un perro absurdo y esté maquinando que para tirarlo a la basura lo más práctico será romperlo a martillazos. A un cortés «¿qué tal?» en el ascensor de la oficina, poca gente respondería que muy deprimida porque está punto de divorciarse, pese a que sea verdad. Pura socialización. Mark Twain lo tenía claro en su sarcástico La decadencia del arte de mentir: «Nadie podría vivir con alguien que dijera la verdad de forma habitual; por suerte, ninguno de nosotros ha tenido nunca que hacerlo». Lo escribió un siglo antes de que Robert Feldman, profesor de Psicología de la Universidad de Massachusetts, haya establecido en su libro The liar in your life que mentimos entre dos y tres veces en una primera conversación de 10 minutos con un nuevo conocido.

Mentimos porque hay público. Porque están los otros. Las relaciones requieren este tipo de ficciones convenidas, casi siempre balsámicas. El psiquiatra Carlos Castilla del Pino, en su libro póstumo Conductas y actitudes (Tusquets, 2009), sostiene que «la vida social exige adobar, esto es, mejorar a nuestra manera la imagen de nosotros mismos de cara a los demás».

A Nicolas Sarkozy la celebración de la caída del Muro le ha hecho patinar. El 9 de noviembre publicó en su perfil de Facebook sus recuerdos sobre qué hacía ese mismo día de hace 20 años. Decía: «[Aquel día] Por la mañana nos interesamos por las informaciones que venían de Berlín, y que parecían anunciar los cambios en la capital dividida de Alemania. Decidimos dejar París con Alain Juppé… para participar en el evento que se perfilaba».

O bien le traicionó la memoria (no sería extraño: falseamos nuestra propia biografía con relativa facilidad sin intención de engañar) o mintió, como han tratado de demostrar algunos periódicos franceses (Libération, Le Figaro). Sostienen que estuvo en Berlín, sí, pero una semana más tarde.

Tal devoción por protagonizar momentos de la historia no es nueva, según Miguel Catalán, profesor de Ética de la Comunicación de la Universidad Cardenal Herrera-CEU de Valencia y autor del tratado Seudología (editor Mario Muchnik), del que ha publicado tres volúmenes: «En España hubo un momento en el que todo el mundo parecía haber participado in situ en las revueltas de Mayo del 68. Un buen número de escritores e intelectuales españoles parecieron encontrarse casualmente en París justo en ese momento y luego contaban su experiencia personal en artículos y libros», explica.

Hay mentiras, sin embargo, que crecen demasiado y alcanzan el otro extremo de la falsedad, la impostura. Para eso hace falta cálculo, voluntad de engaño, un montón de energía, ingenio, memoria y probablemente mucho tiempo. Es así como se logra ocultar la propia identidad para cimentar una nueva sobre una mentira. Hay grandes diferencias con las mentirijillas, sí, pero lo inquietante es que las orondas y aparatosas bolas siguen, según Castilla del Pino, idénticos mecanismos.

El caso de Enric Marco es ejemplar. El hombre se pasó casi 30 años, desde 1978 hasta 2005, diciendo que había estado en el campo de concentración nazi de Flossenbürg. Recibió la Cruz de Sant Jordi, una de las más altas distinciones que concede la Generalitat catalana. Dio cientos de conferencias. Se inventó un número de deportado, el 6.448. Presidió la asociación Amical de Mauthausen. Cuando un historiador que llevaba tres años rastreando las vidas de españoles víctimas del Holocausto descubrió, demostró y denunció la impostura, Marco dijo a Efe que no lo hizo «por maldad». «Parecía que [cuando empezó a contar esta historia] me prestaban más atención y podía difundir mejor el sufrimiento de quienes pasaron por los campos de concentración».

No es difícil comprender -aunque no se comparta ni se acepte- que un político mienta para ocultar que ha robado dinero público o que recibe un soborno; que un asesino cuente una película más o menos verosímil a la policía para intentar demostrar que no tiene nada que ver con ese cadáver o que alguien invente todo tipo de coartadas para mantener una infidelidad. Son mentiras instrumentales, tienen un objetivo puntual y responden a los tres principales motores de la falsedad, «el poder, el sexo y el dinero», apunta Catalán.

«Hay algo de gratuito e innecesario en esa impostura, y por tanto, de creativo», prosigue.

«Miente sólo para ocupar el centro de atención. Además de natural (en el fondo, pocos prefieren pasar desapercibidos a ser protagonistas), esa motivación retiene algo del egocentrismo asocial de la infancia, y por ello puede hacernos sonreír, porque incumple el primer precepto de la prudencia adulta en estos casos: nunca hay que mentir cuando decir la verdad resulta más ventajoso. El problema surge cuando la impostura es radical o vital; cuando ocupa el centro de la personalidad del sujeto».

¿Qué hay detrás de un impostor? ¿Por qué arriesgarlo todo por una fabulación, en apariencia, innecesaria? «Una insatisfacción sobre la propia personalidad que tiende a compensar de manera simbólica. Al principio hay una recompensa inmediata, se cuenta algo que impresiona a los demás en un ámbito pequeño. Pero después es cada vez más difícil ser convincente, se implica a más personas y se pierde el control», comenta Catalán.

Castilla del Pino explica en el libro que «la impostura es una incongruencia en el proceso permanente de construcción y uso de la identidad lograda. (…) Exige tal memoria de evocación sobre las muchas mentiras impartidas que siempre existe el riesgo de autodescubrirse. El impostor transgrede de manera total los pactos de veracidad que rigen de manera decisiva la interacción que, aparte de la cuestión moral, suponen una economía mental. La tensión es de tal índole que en ocasiones les lleva a la confesión como manera de resolver la angustia».

Una mentira exige otras muchas más. Una gran mentira exige compromiso. Calcularla, elaborarla, elucubrar posibles escenarios peligrosos y respuestas a preguntas incómodas, capacidad de improvisación. Para José María Martínez Selva, profesor de Psicología de la Universidad de Murcia y autor de La gran mentira (Paidós, 2009), hay que distinguir entre el impostor instrumental, lo que él llama «truhanes», y el fabulador. Marco entraría en la primera categoría. Tania Head, en la segunda.

Esta barcelonesa, cuyo nombre real es Alicia Esteve Head, llegó a presidir la asociación de víctimas del World Trade Center. Tania Head entra en escena justo después de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York, cuando el mundo entero está conmocionado por el desastre. Ella explica a los medios de comunicación, en la zona cero, que estaba en la planta 78 de la torre sur y se cuenta entre la veintena de personas que sobrevivieron aunque se encontraban en plantas superiores a las que afectó el impacto del avión. Decía que trabajaba en las oficinas de Merrill Lynch y que un hombre, poco antes de morir, le dio su anillo de casado para que ella se lo entregara a su esposa. Por si no era suficientemente impactante, su relato incluía la tragedia de su novio, Dave, que murió en la torre norte, con el que estaba a punto de casarse.

Los diarios The New York Times y La Vanguardia, desmontaron la historia en septiembre de 2007. El periódico español recabó datos, además, sobre Alicia Esteve, que ni era hija de diplomáticos, ni había estudiado en Harvard ni en Stanford. «Es la auténtica fabuladora», opina Martínez Selva. «No todo el mundo es capaz de mentir así. Se recrea en los detalles, disfruta siendo el centro de atención e impresionando a los demás a golpe de emoción. Este tipo de persona es capaz de seguir mintiendo, de cambiar de ambiente o de país y reinventarse, a diferencia de Enric Marco, que, una vez descubierto, frenó. Él rehuía contar anécdotas de su paso por el campo y evitaba compartir experiencias con supervivientes».

Cuanta más gente esté implicada en la mentira, mayor riesgo asume el impostor. A algunos les da exactamente lo mismo. La realidad se convierte en un mero estorbo que puede ser modificado. El fabulador, directamente la ignora. Si se le confronta con los datos, improvisa otra versión. Sin embargo, la mayoría hace un cálculo que termina siendo imposible de controlar: la bola tiene vida propia y es difícil de parar. Aunque haya empezado por algo muy pequeño, en un entorno próximo, como le ocurrió a Enric Marco. «Una vez inmerso en las charlas y conferencias, habló en el Congreso de los Diputados y accedió a presidir Amical de Mauthausen, bajarse de esa rueda le hubiera sido casi tan difícil como quitarse la vida», explica Catalán.

Es habitual que una gran mentira, aunque no haya suplantación de la identidad o impostura en el sentido de mentir sobre uno mismo hasta ser otro, conduzca a cometer delitos. Es el caso de la familia Heene, los padres del niño del globo. Ayer admitieron los cargos por denuncia falsa, por movilizar a las autoridades para que rescataran a su hijo de un peligro inexistente, informa la BBC.

Hace 15 días, el científico surcoreano Hwang Woo-suk, experto mundial en clonación, fue condenado a dos años de inhabilitación por falsear el programa de investigación con células madre que dirigía. Hwang tenía un enorme prestigio profesional, una carrera sólida y había logrado clonar un perro (este hallazgo está verificado). En 2005 publicó un estudio que creó falsas expectativas respecto a la curación de enfermedades como el alzhéimer o el cáncer manipulando los datos. Lo hizo en la revista Science, una referencia internacional de rigor y calidad. «Es un impostor, sí, pero en este caso su conducta está condicionada por la enorme presión que conlleva dirigir un laboratorio de investigación puntera, con mucha gente a su cargo. Tuvo la tentación y fue víctima de la fama», explica Martínez Selva.

En las grandes mentiras siempre existe la duda de si, a fuerza de repetírselas y contarlas, el impostor acaba por creérselas. La mayoría de ellos no padece ninguna enfermedad mental, explica Jerónimo Saiz, presidente de la Asociación Española de Psiquiatría. Mentir casi siempre es una elección. Desde el mero maquillaje de la realidad para que se ajuste a la imagen que queremos dar en un momento dado, a la gran mentira, buscamos coherencia. Cuando se cuenta algo falso que produce culpa o intranquilidad, es habitual que se relativice o se sesgue, que no se tenga en cuenta el dato que nos confronta con la realidad. Lo obviamos íntimamente si decidimos continuar con el engaño, explica el psicólogo Pedro Rodríguez.

Llevar este mecanismo al extremo puede explicar, en parte, la persistencia en la falsedad, hasta que resulta inevitable reconocerla. La propia configuración de la memoria -un proceso activo, que se rehace constantemente- propicia que haya gente capaz de recordar como ciertos hechos que nunca ocurrieron, sobre todo respecto a la infancia, explica el catedrático en Fisiología de la Complutense Francisco José Rubia. «Al almacenar recuerdos comparamos con lo que ya conocemos, y en ese proceso nos servimos de emociones, creencias, expectativas y realidad. Tendemos a embellecerlos y al contarlos una y otra vez así los vamos modificando», asegura. De hecho, el autoengaño es positivo, ya que «nos ayuda a sobrellevar las frustraciones de la vida. Las personas deprimidas manifiestan lo que llamamos el realismo depresivo: la imagen que tienen de sí mismos se parece más a cómo los ven los demás. No hacen lo que el resto, decirse a sí mismo que se es buena persona, que se es inteligente y elevar sus virtudes», cuenta Martínez Selva.

La mentira es una cuestión de dosis: un poco de autoengaño y algo de cortesía para poder salir a la calle. Las demás quedan para quienes prefieren finales con fuegos artificiales.

El abrupto aterrizaje del ‘niño del globo’

El globo hinchado con mentiras en el que se elevó el matrimonio Heene, de Colorado, en EE UU, acabó ayer de desinflarse. La BBC informó de que ambos habían aceptado los cargos de denuncia falsa y que, por tanto, se enfrentan a una pena de entre dos y tres meses de prisión. Admitiendo el embuste, han logrado evitar que se les terminara acusando de conspiración y de inducir al delito a un menor, su hijo, por lo que les podrían haber caído seis años.

El matrimonio ya había participado en reality-shows de la televisión. Hace un par de semanas debieron echarlo de menos. Se les ocurrió que si fingían que su hijo de seis años estaba en un globo de helio que se había elevado sin control lograrían pasar a la posteridad. Aunque fuera un rato. Durante horas lo consiguieron. Las televisiones de EE UU emitieron imágenes del globo a la deriva y en medio mundo se extendía la noticia; la policía y los bomberos se preparaban para rescatar al chaval en un radio de 64 kilómetros. Con gran dramatismo los compungidos padres esperaban el milagro, mientras el niño estaba escondido en el trastero de la casa. Ahora admiten que lo sabían.

ELPAÍS.com

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REPORTAJE: MUERTE DE UN DEPORTISTA

El portero Robert Enke, torturado por la muerte prematura de una hija y el miedo al fracaso en el colosal mundo del fútbol, se quitó la vida en plena depresión. El padre repasa su trayectoria

Es una conversación difícil para Dirk Enke. Todo se entremezcla. Robert es su hijo, era su hijo; el padre quiere explicar algo, quiere justificar algo, pero también quiere entregarse a su dolor en privado.

Permanece en silencio durante un rato, en una postura un tanto encogida. No es momento para preguntas.

El martes de la semana pasada Robert Enke, de 32 años, portero del Hannover 96 y de la selección alemana, se quitó la vida. Vivía en una casa de campo en Eilvese con su mujer, Teresa, su hija adoptiva Leila y ocho perros.

Su suicidio causó consternación en Alemania. Todos se hacían una sola pregunta: ¿Por qué?

Dirk Enke también, como es natural. Pero él, además, tenía respuestas. Dirk Enke es psicoterapeuta. Al día siguiente Dirk Enke fue a Detmold a ver a su hermano Bernd, diplomado en psicología. Dirk Enke afirma: «Yo creo que esto no es una enfermedad surgida desde dentro, sino originada en sus circunstancias vitales. Hay muchas cosas que apuntan a esto. El miedo tuvo un papel muy importante». Esta es la opinión de Dirk Enke, su explicación de la muerte de su hijo.

Robert Enke no buscaba el protagonismo en el circo de la Bundesliga. No quería estar en el candelero, no buscaba las cámaras. No era como Oliver Kahn, como Tim Wiese, aunque dejó una huella profunda, como muestra el efecto que ha causado su muerte.

El suicidio de Enke se produjo en el punto culminante de su carrera, siete meses antes del Mundial de 2010, en un momento en el que los futbolistas se sienten invulnerables, o lo parecen. Hace unas semanas el seleccionador nacional, Joachim Löw, declaró que Enke era su favorito para el partido de la selección en Suráfrica. Después se dijo que Enke estaba enfermo, que tenía una infección, que no podría participar ni si quiera en el decisivo encuentro de clasificación contra Rusia.

En el salón de su casa de Detmold, su padre afirma: «Lo que a mí me importa es entender por qué llegó a levantar semejante muro. Por qué ese aislamiento. Robert se esforzó muchísimo por hacer creer a los demás que todo iba bien. Muchas veces me ofrecí: venga, vamos a hablar como padre e hijo. No quería hablar con él como especialista. Quizá pensara: el viejo sabe de qué va esto y a lo mejor averigua de qué tengo miedo. Robert sí que intuía que algo no iba bien en su vida».

¿Pero no podía cambiarlo? ¿No podía reconducir su vida, le faltaba valor?

«Él pensaba: ‘tomar decisiones completamente distintas o actuar de otra forma me da un miedo espantoso; no sé cómo se hace ni sé lo que quiero».

Durante todos estos años, la mujer de Enke y su mejor amigo, el agente deportivo Jörg Neblung, además de sus padres, y naturalmente su médico, el psiquiatra de Colonia Valentin Markser, supieron de las depresiones de Robert. Conocían su miedo a perder su puesto en la selección nacional, al tener que renunciar al importante partido de Rusia; pero había mejorado. Robert Enke había vuelto a jugar de forma impecable y estaba en forma. Su mujer, Teresa, pensaba que lo peor había pasado.

Enke volvió a estar bajo el larguero en el partido contra el Hamburgo. Que el domingo de la semana anterior alguien sumido en la depresión parara los balones… inconcebible.

Era el suicidio del que se reponía de todos los golpes, de alguien invulnerable, del que repelía todos los peligros del juego, del que al defender la portería protegía a su equipo y, metafóricamente, a su país.

El portero de la selección es el súmmum de la fortaleza deportiva. Tiene que tener los nervios de acero. Seguridad en sí mismo. No hay un trabajo más duro en el fútbol, y Enke estaba a la altura.

El fútbol alemán siempre coloca a sus grandes entre los palos. Interpretan su papel conscientes de su importancia y con pasión. Oliver Kahn hizo de la actuación del portero una experiencia al límite. Sepp Maier era el clown oscuro, Jens Lehmann el excéntrico. Todos ellos elevaron el oficio de atrapar y despejar balones a una travesía por las cumbres de la existencia humana.

Robert Enke tenía un talento excepcional. Con nueve años de edad, el entrenador le dijo a su padre: «Entrará en la selección nacional». Sin esfuerzo aparente pasó por todas las selecciones nacionales de la liga alemana. En los días posteriores a su suicidio se ha afirmado que las crisis empezaron hace seis años, pero su padre sabe mejor de lo que habla. Dirk Enke relata: «Siempre pasaba a clases de edad superior a la suya, siempre se le sacaba antes de tiempo de su equipo y se le hacía pasar a una clase superior en la que era el más joven. Por entonces empezaron las crisis. Porque tenía miedo de no poder estar a la altura de los mayores. No se creía capaz. Estaba atrapado en sus propias ambiciones».

Y entonces aparece la frase que tenía que aparecer: «No podía disfrutar de nada». Cuando Robert tenía 15 años se separaron sus padres. Con 18 años debutó en el Carl Zeiss Jena, equipo de la segunda división alemana. Cuando fue traspasado al Borussia Mönchengladbach se convirtió en el portero más joven de la Bundesliga.

Con 24 años empezó a ser el capitán y favorito de los aficionados del club más popular de Portugal, el Benfica de Lisboa. Cuando en 2002 fichó por el Barcelona, parecía que Enke había llegado a lo más alto. En realidad, ya desde su época de Portugal le atormentaban los ataques de ansiedad. En Barcelona, en un encuentro de la Copa del Rey contra un segunda B, Enke encajó tres goles y su compañero de equipo Frank de Boer le criticó en público. Supo por los periódicos que el técnico, Louis van Gaal, le había descartado. Era una traición, la humillación suprema. Le mandaron a entrenarse con los suplentes, lejos de sus camaradas. Más tarde dijo que esos días habían sido los peores.

Su padre le había visitado varias veces en Lisboa «por su estado de ansiedad», relata Dirk Ende, quien tiene la sensación de que «viene de entonces lo que ha terminado desembocando en esta tragedia». «Allí se encerró en un mundo interior en el que regía un único principio: ‘no puedo fallar’. Pensó: ‘si no soy el mejor, soy la última mierda'».

Uno de los clubes punteros de Turquía, el Fenerbahçe de Estambul, fichó a Enke. Ya el primer encuentro de la temporada acabó en catástrofe. En el derby local contra el menor de los cuatro equipos de primera que había entonces en la capital, el partido finalizó con un 0 a 3. Para los 50.000 hinchas del estadio, el culpable estaba en la portería. A Enke le cubrieron de insultos y mecheros.

Esa misma noche decidió marcharse, a pesar de que sabía bien que la normativa le impediría jugar en otro club al menos durante medio año. La vida, tal como entonces parecía presentársele, se le escapaba.

Hace tres años, Enke se hizo con la portería del Hannover 96. Las cosas le iban mejor, la gente le cubría de elogios y en una entrevista hablaba con franqueza inusual de su padre y de su vida futbolística.

Se le veía tan poco a la defensiva, contando de forma tan franca y reflexiva, aguda y autoirónica cómo había superado sus heridas, que nadie que hablara con él podía tener la sensación de que esa no era toda la verdad. Sobre todo, se refería con sinceridad a sus errores: a su impaciencia y a la excesiva rapidez con la que había cambiado de equipo. Le habían «llovido tales críticas» en Barcelona que «había perdido la cabeza». Pero Enke volvió a coger el paso, regresó a Alemania y destacó en el Hannover 96 y, más tarde, también en la selección nacional.

Hoy, afirmaba Enke entonces, como hombre maduro, era más fiel y constante en el apego a lo que le hacía bien. Le resultaba más fácil dejar atrás los errores y seguir jugando y viviendo, sin más. Y en su discurso se perfilaba la imagen de un hombre que, al cabo de todos sus viajes, finalmente se había encontrado a sí mismo.

«Ahora estoy relajado de verdad», nos contaba, sonriendo.

Robert Enke, un hombre como un castillo, enormemente popular, brilla en la portería, como siempre. Y dos días después se deja arrollar por un tren. Y en todo el país la gente entiende de repente qué devastación puede producir la enfermedad de la depresión en el alma de un hombre. Se quedan anonadados por su violencia. Se pregunta qué poderosas sombras tiene que arrojar sobre una persona cuando golpea. ¿Cómo puede ser que ni siquiera alguien como Enke pueda defenderse de ella?

Dirk Enke afirma: «Naturalmente, también me cuestiono la educación que le di, nuestra familia. Sé que jamás hemos presionado a Robert. Jamás. Pero al estar rodeado de reconocimiento y elogios, no tenía que ocuparse de nada. Se dejaba llevar. Eso siguió siendo así siempre». «En fases críticas», afirma, «Robert tenía miedo a los balones contra su portería. Sufría ataques de ansiedad, no quería ir a entrenarse, no quería estar en la portería. Estaba tan desesperado que en una ocasión me preguntó: ‘dime, papá, ¿te parecería mal que dejara el fútbol?’ Yo le dije: ‘Robert, por Dios, eso no es lo más importante'».

Como es natural, ahora se plantean también otras preguntas. Por ejemplo, si un magnífico juego, que al mismo tiempo se ha convertido en un negocio tan gigantesco no destruye a sus protagonistas. ¿No será que el fútbol profesional sencillamente no es un buen biotopo para una persona depresiva? ¿Es que el deporte rey se traga a sus talentos y escupe a los que no funcionan convertidos en ruinas psíquicas y suicidas? ¿O apuntan las tragedias de los deportistas a otra dimensión: a una sociedad que ha convertido los logros en un fetiche, enfermando y hundiendo en la depresión a sus élites?

¿Pero por qué una persona enferma y otra no? ¿Una infancia difícil? ¿Traumas anteriores? En el caso de Enke no faltaban motivos externos. Durante un encuentro en Mallorca, Enke nos contaba cómo su forma de entender el fútbol había cambiado por el drama privado de su vida. La enfermedad y muerte de su hija lo habían relativizado todo. Acabada ya la entrevista y con la grabadora apagada, Enke nos describió su calvario. La angustia diaria. La clínica diaria. Las llamadas de noche avisando de que las cosas volvían a empeorar, para saber por la mañana que había sido una falsa alarma. Lara había nacido con una grave enfermedad cardíaca. Fue operada después de su nacimiento.

«¿Cómo se aguanta eso?», se preguntaba Enke, que inmediatamente precisó: «No nosotros. Cómo lo aguantaba Lara, esa es la pregunta». Lara murió al cabo de dos años y tres operaciones de corazón, tras una intervención en el oído que, en apariencia, carecía de riesgos. ¿Era esto ya demasiado?

Pero hasta esta historia, que en realidad no admite ninguna vuelta de tuerca, tiene un abismo adicional. Dirk Enke, el padre, lo relata con tranquilidad: «Teresa y Robert sabían desde antes del nacimiento que Lara estaría enferma. Pero decidieron tenerla: ‘Si queremos de verdad a la pequeña, todo le irá bien’. Se turnaron en el hospital para dormir junto a Lara. Pero después de la operación, Robert llegó a la clínica después de un partido y se quedó a dormir mañana siguiente le despertó el alboroto de las enfermeras que intentaban reanimar a la niña. Él dormía a su lado. Lo primero que le pasó por la cabeza fue: ‘no me he enterado. La culpa es mía'».

Médicos y enfermeras aseguraron a Robert que no habría podido hacer nada, afirma el padre, «pero él volvió a experimentar un fracaso. Necesitó mucho tiempo para superarlo».

Dirk Enke regresa en sus reflexiones a la hipocresía, a la brillante superficie del fútbol profesional, a esos hombres que tienen que refrenarse, no mostrar jamás debilidad. «El tema de la depresión es un tabú en el fútbol. Sería normal decir: ‘Robert tiene una enfermedad psicológica’. Pero eso no está bien visto en el masculino mundo del fútbol», dice Enke padre. Y añade: «Hace dos semanas le dije que me parecería bien que se sometiera a un tratamiento hospitalario. Quizá todo habría sido de otro modo. Pero él no quería. Y por eso nadie podía forzar su ingreso. Si alguien dice en conciencia ‘estoy bien’, nadie puede ingresarle. Estuvo muy cerca de dar el paso a veces, pero luego rectificaba: ‘si me tratan en la clínica, adiós al fútbol. Y es lo único que sé hacer».

Creía que el estigma de la depresión le quitaría todo, quizá incluso la hija que Teresa y él habían adoptado en mayo. Ese miedo era exagerado; en todo caso lo era en ese momento, después de seis meses de convivencia de Robert, Teresa y Leila. Si un niño vive un período prolongado en su nueva familia, ésta no pierde su custodia sin más, ni aunque los padres hayan ocultado una enfermedad psíquica durante la adopción.

Sin embargo, Robert Enke creía que la estancia en una clínica lo echaría todo por tierra. Nadie puede decir si le habría servido. Quizá ni siquiera él mismo supiera desde hacía tiempo lo cerca que estaba del abismo. Se dice que lo único que mantiene en vida a los suicidas en ciernes son las relaciones sociales. Pero para ello es necesario hablar del peligro. Su médico, Markser, afirma que, con el tiempo, su paciente había aprendido a ocultar pensamientos de forma tan perfecta que ni siquiera podían llegar a él los cercanos. Sus colegas y amigos no sospechaban nada. Al parecer, siempre negó de forma creíble tener pensamientos suicidas.

Así lo ve Teresa Enke: «Naturalmente, lo difícil era también que nada de esto saliera a la luz. Ese era su deseo expreso, por miedo a perder su deporte, nuestra vida privada, todo. Visto retrospectivamente, está claro que era un disparate».

La mayoría de los depresivos conviven durante mucho tiempo con ideas suicidas. Al final, el último paso sólo requiere un impulso: ¡Ahora! Si se pregunta a suicidas fallidos, la mayoría dirá que tres horas antes no pensaban que fueran a hacerlo ese día. Arrojarse a las vías del tren, dicen algunos psicólogos, es atípico en un caso de suicidio planeado. Quien planea racionalmente piensa también qué supondrá para los demás -para eupondrá para los demás -para el conductor, para su mujer- ser atropellado por un tren.

«¿Señor Enke, cree usted que lo tenía planeado desde hace mucho tiempo?»

«Lo de mucho tiempo es relativo. Hablemos de días o de semanas, tengo la sensación de que sí. Le dije muchas veces: ‘Venga, me acerco y charlamos’. Y él me replicaba: ‘No, padre, déjalo, no debes venir».

Finalmente, una semana y media antes del suicidio, el padre llamó a casa de Robert y Teresa y les preguntó: «¿Puedo ir a veros ahora?» Teresa fue a esperarle a la estación, Robert llegó a las ocho y media del entrenamiento y, en expresión de su padre, «estaba cerrado». Inabordable. Taciturno. Ofendido. Estaba disgustado por la tarde que había tenido, afirmó, y se acostó a las nueve y media.

A medio día de ese martes 10, Enke se despidió de su mujer. Dijo que se marchaba al entrenamiento. Pero ese día el Hannover 96 no entrenaba. Sólo quería mantener las apariencias. Cuando Jörg Neblung, su agente, se dio cuenta del engaño, alertó inmediatamente a la policía.

En su carta de despedida, Robert Enke se disculpa por ocultar su auténtico estado de ánimo para poder preparar su suicidio.

Enke era fuerte. Pero no lo bastante fuerte como para admitir sus debilidades.

«Robert llevó una doble vida», afirma su padre; «ya no aguantaba más en una vida que no quería en absoluto, aunque no sabía lo que quería. Tuvo que pasarlo tan mal que tomó la decisión más fácil: salir de la vida».

La conversación con el padre ha durado dos horas. Durante todo este tiempo ha tenido las manos entrelazadas en el regazo; ha pedido que las preguntas se las hiciéramos en voz alta porque está sordo del oído derecho. Dirk Enke ha pedido el número de teléfono de Joachim Löw porque quiere liberar al seleccionador de posibles sentimientos de culpa. Ha habido minutos en los que hablaba de forma inteligente y clara, ha habido minutos en los que buscaba las ideas y callaba, porque siempre se entremezclaba todo: es padre y terapeuta, es especialista y está de duelo porque el hijo, marido, padre y portero de la selección se echó delante de un tren.

Este texto es un extracto del reportaje elaborado por Christoph Biermann, Rafaela von Bredow, Klaus Brinkbäumer, Cathrin Gilbert, Maik Grossekathöfer, Detlef Hacke, Beate Lakotta, Cordula Meyer, Gerhard Pfeil, Frank Thadeusz y Markus Verbeet. Traducción de Jesús Albores. © Der Spiegel

El País


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Ana Teresa Aranda es una de las mujeres panistas que mejor representan la política del machismo ultraconservador del siglo XX. Ella pertenece a la generación que recibió los frutos de la liberación de las mujeres en México y como resultado tiene voz pública. Voz que paradójicamente ha utilizado para promover la represión estudiantil y castigar a las mujeres por anhelar su libertad para decidir. Aliada a la Iglesia católica trabajó para evitar la educación sexual, el uso de anticonceptivos y condones y ha fustigado a las mujeres que quedan embarazadas y se ven obligadas a abortar, cuando ella y sus aliados han arrebatado la posibilidad de evitar esos embarazos.

Sin el movimiento de las mujeres Aranda jamás hubiera tenido el privilegio de estudiar una carrera, de convertirse en militante política e incluso de intentar ser gobernadora de Puebla. Estaría preparando mole, lavando los calzones de su marido y los políticos le dirían (como dijeron antes) que las mujeres no tienen cabeza para asuntos públicos. Ana Teresa, como buena fundamentalista de las élites del poder, está convencida de que su destino era convertirse en líder social para implantar su dogma en la vida de otras mujeres. En 2005 encabezó una reunión con líderes eclesiásticos, el grupo Provida y panistas extremistas. Planearon (y quedó grabado en video) que, durante el mandato de su candidato Felipe Calderón, lograrían erradicar los derechos sexuales y reproductivos en los 32 estados de la República e hicieron un plan estratégico.

Las leyes que permiten el aborto por violación y peligro para la madre en casi todo México se aprobaron en la década de 1940; se basan en que el aborto no es un capricho ni es un método de planificación familiar o de control demográfico sino un recurso extremo. Nadie busca premeditadamente embarazarse para abortar. Las mujeres abortan cuando no hallan otra solución al embarazo no deseado. Desde entonces cotidianamente los burócratas conservadores entorpecen los trámites de las víctimas de violación para que pasados los tres meses reglamentarios no puedan abortar, y muchos médicos anteponen su dogma a los derechos de las víctimas. Aunque estuviera penalizado, en realidad no se encarcelaba a las mujeres; hasta ahora.

Para 2009 los gobernadores de Baja California, Campeche, Colima, Durango, Guanajuato, Jalisco, Morelos, Nayarit, Oaxaca, Puebla, Quintana Roo, Querétaro, San Luis Potosí, Sonora, Yucatán y Veracruz han obedecido a los obispos de sus estados y ordenado a sus congresos que lo penalicen a nivel constitucional. El mes pasado en Quintana Roo encarcelaron a una indígena por sufrir un aborto espontáneo. Hoy, en pleno siglo XXI, PAN y PRI con la Iglesia católica a la cabeza van por más.

Quién hubiera dicho que Beatriz Paredes, presidenta del PRI, que llegó al poder con el movimiento de mujeres sería la mejor aliada de Aranda y del PAN. Y que el PRI abriría la puerta a la destrucción del Estado laico y a la persecución de las mujeres, a quienes arrebatan las herramientas para protegerse y luego las castigan. Los gobernadores han olvidado el poder del voto femenino, pero las mexicanas no.

http://www.eluniversal.com.mx/columnas/81083.html

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Alguien me comentó que cuando se discutían las reformas para ampliar la despenalización del aborto que hoy aplican en la Ciudad de México, uno de los legisladores que en lo personal se mostraba favorable a modificación esgrimía argumentos contrarios a la aprobación de la ley aduciendo que de aprobarse, la contrarreforma que vendría en el resto del país sería terrible.

Voz de profeta tuvo el legislador. Como la Contrarreforma que enfrentó a Lutero, en México la reacción no sólo ha impedido un avance similar en el resto del país, sino que ha acarreado modificaciones legales que hacen retroceder los precarios avances que se tenían en el terreno de los derechos de las mujeres. Hoy son ya 17 los Estados de la República Mexicana que han endurecido las penas y cancelado atenuantes a quienes abortan, incluso cuando el embarazo sea producto de una violación. Inexplicablemente, ha sido el Partido Revolucionario Institucional el que ha promovido y aprobado las contrarreformas ante la indiferencia de su presidenta nacional, Beatriz Paredes, de quien no sólo por ser mujer, sino por presumirse liberal, se podía esperar todo menos que contemplara impávida lo que los legisladores de su partido han hecho ya en más de la mitad de las entidades federativas. Será por eso que el 48% de las personas que entrevistamos en esta nueva entrega de la encuesta semanal para elpais.com se unen a las duras críticas que ha recibido la presidenta del Revolucionario Institucional por parte de no pocos líderes de opinión.

¿Alguien puede entender el por qué los priístas se están prestando a jugar el papel de Torquemada? Yo en lo personal, como casi el 80% de los electores, no puedo creerles que lo hagan por cuestiones éticas o ideológicas, pero tampoco le encuentro la lógica electoral por ningún lado.

La mayoría de los electores que votan por el PRI son mujeres, y es bien sabido que la mayor parte de la estructura de base priísta está conformada precisamente por mujeres. Si según la encuesta que presentamos hoy aquí su actuar les puede costar el favor del 46% del electorado nacional, y damos por hecho que los fundamentalistas tradicionalmente votantes del PAN no se van a sentir de repente proclives al tricolor, pues entonces ¿dónde está la ganancia electoral?

Tampoco podemos decir que las modificaciones legales que están haciendo los priístas responden a una demanda de la sociedad, porque si bien apenas el 29% de los electores piensan que se debería dar a las mujeres el derecho a decidir sin cortapisas continuar o no con un embarazo, tal y como lo permiten las leyes en la Capital del país, lo cierto es que más del 70% está de acuerdo con otorgarles ese derecho al menos cuando existan causas de fuerza mayor como podría ser una violación o que el embarazo ponga en peligro de muerte a la madre. Ahora resulta que, como la inmensa mayoría de los mexicanos está de acuerdo con lo que dictaban las leyes locales, entonces el PRI decide modificarlas para volverlas absolutamente intolerantes.

Si la explicación no es ideológica, ni electoral y ni responde a una demanda social generalizada, entonces la única explicación que encuentro es que, como Don Quijote, con la Iglesia se han topado.

Por lo visto los militantes del partido político fundado por el anticlerical General Calles, los que otrora se enfrentaron al poder eclesiástico desatando con ello la sangrienta guerra de cristeros, los que estatutariamente se proclaman laicos y pomposamente defienden la separación absoluta entre la Iglesia y el Estado, esos mismos, los priístas, son ahora los que están modificando las constituciones estatales para introducir en ellas conceptos dignos de concilio vaticano.

Por lo visto el PRI está más interesado en comprarle a la Iglesia indulgencias para tramitar su salvación eterna, que en dar una respuesta a la sociedad consistente con sus principios ideológicos y con el sentir de la mayoría de los mexicanos.

Lo que no acaban de entender lo señores legisladores y dirigentes nacionales que los acompañan, es que la decisión de interrumpir un embarazo es tan fuerte para una mujer, va tan en contra de sus instintos primarios, que cuando lo ha decidido no hay cárcel o infierno que la pare. Lo que lo único que van a conseguir es que las mujeres que tienen dinero busquen atención en donde no se les trate como criminales, y las mujeres que no tienen dónde caerse muertas y que por desgracia son las más, a ellas no les habrán dejado más remedio que caer en manos de carniceros. Ante la desesperación y la muerte, no hay simulación priísta que se justifique.

NOTA METODOLÓGICA. Encuesta telefónica realizada el 19 DE NOVIEMBRE, considerando 500 entrevistas a personas mayores de 18 años seleccionadas mediante un muestreo aleatorio simple sobre el listado de teléfonos DEL PAÍS. Con el 95% de confianza, el error estadístico máximo que podría esperarse es del +/- 4.5%

El PAÍS

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