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Elección sin castigo / Jesús Silva-Herzog Márquez

Reforma

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Una democracia necesita perdedores. Sin derrotas no hay democracia. Así lo ha visto el politólogo polaco Adam Przeworski, quien definió la democracia precisamente como un sistema donde los partidos pierden elecciones. Lo dijo para mostrar la incertidumbre que envuelve sus procesos: alguien ganará y, necesariamente, alguien perderá en las votaciones. Lo dice también para subrayar que el proceso democrático inevitablemente lastima a alguien. Quien gana ahora puede perder después. No puede haber partidos imbatibles. Si hay actores políticos o agentes económicos que no pierden nunca, que no pueden perder, ese régimen merece otra denominación. Las elecciones son pieza clave de la rendición de cuentas: el electorado puede, el día de la elección, cobrárselas a quienes no entregan buenos resultados. Para adquirir sustancia, el voto necesita ser amenaza. Si el voto no intimida a la clase política no tiene el vigor indispensable del voto. Acepto que las elecciones pueden ser débiles proyecciones de la voluntad colectiva pero pueden ser eficaces instrumentos de castigo. Son por ello menos útiles para expresar lo que se quiere que para reprender lo que se rechaza.

El sistema electoral que hemos construido ha formado una cápsula que protege a los dirigentes de los partidos políticos y los mantiene prácticamente a salvo de la amenaza del voto. Así, las cúpulas de los partidos caminan hacia la elección como si no tuvieran nada que perder y, tal vez, tienen razón: sus resultados pueden ser buenos o malos pero, en realidad, no corren ningún riesgo. Gracias a la pista proporcional no corren el menor peligro de perder asiento en el Congreso o perder su posición en el partido.

Vale detenerse en esta perversión de nuestro régimen electoral. Su trazo básico tiene ya varias décadas. El propósito inicial era estimular y cuidar la diversidad: abrir la competencia para que se formara un congreso pluralista. Animar la institucionalización de los partidos. El propósito se cumplió: desde hace 18 años no hay mayoría en la Cámara de Diputados. El gran problema es que ese pluripartidismo parece hoy impermeable a los vaivenes de la opinión pública y, sobre todo, cerrado a la posibilidad del castigo. Naturalmente, en las elecciones de junio habrá partidos que ganen menos votos que otros, partidos que desciendan en relación a votaciones previas, habrá partidos que tengan menos representantes que otros. Pero podemos decir que se trata de oscilaciones menores, fluctuaciones electorales que no constituyen ni un premio claro ni una sanción precisa.

Espero ya la escena de la noche de la elección: todos los dirigentes de los partidos políticos, a excepción de los que pierdan el registro, se proclamarán ganadores de la jornada. Unos presumirán su presencia en la nueva Cámara de Diputados, otros hablarán del estado que recuperaron o la alcaldía que mantienen bajo su dominio, otros más festejarán que la catástrofe que se vaticinaba no se produjo. Cada uno expondrá sus argumentos y tendrá, en buena medida, razón. En nuestra democracia, los dirigentes de los partidos políticos no pueden perder. Ha habido alternancia pero no rendición de cuentas. Los partidos pueden ganar o perder, suben y bajan, pero las cúpulas de los partidos han contratado en nuestras instituciones electorales un fantástico seguro político. Gracias al diseño de nuestras reglas, aunque los votantes repudien a un partido, sus dirigentes no padecerán las consecuencias de ese rechazo.

La anomalía que detecto es que no se activa uno de los procesos indispensables de la oxigenación democrática: la aceptación del castigo y la renovación que necesariamente desencadena esa sanción. Si el voto no lastima a nadie, no cuenta. Ése es el absurdo de nuestro régimen electoral: creyendo cuidar a los partidos, protege a sus regentes. No conocemos ese refresco de la política tras las elecciones porque, por una parte, las derrotas siguen siendo tachadas por algunos como ilegítimas pero, sobre todo, porque las derrotas no lastiman personalmente a los barones de nuestra política partidista. El dirigente del partido vapuleado se puede desentender fácilmente del veredicto, en tanto que su asiento en el Congreso está fuera de peligro. Un sistema electoral que no amenaza a la clase política es un chiste. Voto que no castiga no es voto.
http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/

http://agendapoliticanacional.infp.prd.org.mx/resumen.php?articulo_id=405282

 

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