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Archive for 20 de octubre de 2012

Hay que cortarlo

Pamela de la Paz

Mi madre se empezó a morir cuando yo tenía seis años; el primer signo fue que aunque sus ojos seguían abiertos ella dejó de mirar. Todas las mañanas yo tocaba el piano mientras ella me observaba sin verme, endulzando un té que pronto se volvía imbebible.

La canción terminaba, yo bebía, y en la comisura de su boca se asomaba una sonrisa.

Cumplí ocho años. Mi madre adoptó una nueva costumbre; cepillarme el cabello cien veces antes de las diez. No las contaba y tampoco tenía un reloj pero de algún modo siempre sabía que ya habían sido cien, que ya eran las diez.

Cumplí once. Ropa interior llena de papel de baño.

Cumplí trece. Un cepillo golpea el suelo del baño.

Tu cabello es demasiado largo, hay que cortarlo.

Cumplí quince. Una rebanada de pastel insípido en su plato. Una taza de té espeso en mi mano.

Cumplí diecisiete. Yo tocando el piano, ella frente a un televisor apagado.

Cumplí veintidós, me propusieron matrimonio, dije sí. Nieve bordada, vestidos largos. En una silla vacía mi madre sentada con los ojos en blanco, haciendo juego con mis zapatos. En su rostro una sonrisa cincelada. No hay pastel.

Cumplí treinta. Entre sus brazos, la carne de mi carne la mira con ojos agigantados.

Cumplí treinta y seis. ¿Te gustaría aprender a tocar el piano?

Cumplí cuarenta. Un asilo, ella frente a una radio quieta.

Mamá, yo no quiero ser como tú.

Cumplí cincuenta. Una habitación oscura, en el centro una caja de madera. Cuando sus ojos estaban abiertos tenía una mirada negra, y cuando los cerró al fin, también. Hace juego con mis zapatos.

Se acercaron a mí, me abrazaron, me dieron sus condolencias mientras se ahogaban entre palabras mojadas. Yo no entendía, no debían sentir lástima, no por mí. Ya ni siquiera recordaba cómo se sentía tener una madre…

Mi hija me pregunta por qué tengo los ojos cerrados, enjugo mis lágrimas y los abro. La miro y me hinco quedando a su altura, le ofrezco algo de beber, algo dulce. A los niños les gusta lo dulce. La abrazo, la amo tanto, enredo los dedos entre su cabello, es tan largo.

Hay que cortarlo.

http://www.jornada.unam.mx/2012/08/19/sem-cuentos.html

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Seduciendo a Dios

María Luisa Mendoza

La violencia. Es como asomarse a un barranco y dejarse caer sin saber cómo, porque era el final. La violencia engendra eso preciso que anuncia, hay que detenerse cauteloso en la gran tentación. No es raro el guiño de la muerte, sino constante. Todo el tiempo nos estamos muriendo. La gran incógnita que se nos prometió. Allí sí es inexistente el ninguneo. No escribas de la muerte, me piden horrorizados quienes no crecieron con ella de gemela. A veces, en la noche, pasa su dedo helado por la frente y se piensa en la mañana esplendorosa que se nos arrebata sin preguntarnos. Ha de ser muy facilito vivir sin esa flaca infeliz, la grande, la del sudor helado. Me he pasado la vida cantándola, y en la plena juventud ni imaginarla siquiera a la susodicha, a menos que sea usted esa niña aterrada herida en la sien con una filosa techumbre oxidada. Mi prima me llevó desangrándome al hospital que había enfrente de la casa y cuya enfermera mayor era la señora Téllez, mamá, a su vez, de las Cuatas, amiguísimas infantiles. Cuatro caritas pálidas zarandeadas por el miedo, el primigenio, el insustituible… yo gritaba, lectora empedernida: “¡No quiero morir tan joven…!”. La misericordiosa enfermera limpió el sangrerío, puso el clásico entonces “mercurocromo”, un curita, y listo. “No te vas a morir a los ocho años, pequeña, sino cuando Dios quiera, un día de estos, no nos apresuremos. Toma el caramelo, reza y cree, te falta mucho. Yo a ti te veo la vida que tienen mis hijas, van a vivir de aquí al siglo XXI…” Y así fue, todas las protagonistas de la premonición, menos yo, pasaron a beber los alientos de Dios, es decir, a respirar el aire increado, como dicen las lápidas del suelo de los templos de mi tierra. Ha de ser por eso que voy hilvanando tan malos pensamientos. De chicas, “tener malos pensamientos” eran referentes implacables del pecado, ahora ya ni pensarlos; vamos, como quien dice, siguiendo la flecha de “exit”.

Estos sortilegios pantoneriles me han costado un trabajo enorme, porque, claro, la calaca se me atravesó… descalza, sobre la loseta, con el hule que le pongo a mis perros a fuer de una decencia de los esfínteres, como se usa en la actualidad, doctoralmente llamándoles la atención a los diputados meones. Yo francamente no comprendo cómo pueden faltar a las sesiones de una cámara de legisladores… para mí fue una loca, desmedida, honorífica felicidad; ni un solo día falté a ocupar mi curul, estudiando el tema del momento, preparándome si subiese a la tribuna (honor multiplicado en temblores, sudores, ceguera instantánea —jalar tu burro interior— y por fin emitir el primer ansioso sonido y lo demás ya no me cuerdo). Me caí, pues, como Nijinsky en su mejor paso y no doble, como compás abierto, como estúpida, lo sé; igual me sucedió en la casa de Socorro Díaz, en medio de selectísimos presentes a quien les di el susto del mes de enero. Me falla una pierna, rota por dos ocasiones, ergo, camino, si no como Chencha, parecido, debilucha, dubitativa, demasiado consciente de no ser notada. Una desgracia. La señora Téllez me ve desde ultratumba y me dice, amorosa, maternal: “todavía no”…

Todavía voy a dar mucha guerra. Seduzco al dador de la vida.

*Escritora y periodista

marialuisachinamendoza@yahoo.es

2012-10-20 02:24:00

http://www.excelsior.com.mx/index.php?m=nota&seccion=opinion&cat=11&id_nota=865344

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Patas arriba

10/12/2012 – 18:00

(Embargado para sitios de internet hasta las 24:00 horas locales)

Salimos de Xalapa a las cinco de la madrugada para poder llegar a tiempo a la Terminal 2 del Benito Juárez y tomar un vuelo de vuelta a casa a las dos de la tarde. Las desmañanadas no propician un estado mental ideal para juzgar el alma de la patria, pero al desmañanado, a fin de cuentas, le queda algo de juicio.

De hecho, tal vez el cansancio extremo y la subalimentación propias de situaciones del viaje contrarreloj produzcan una lucidez única. El mundo se vuelve esponjoso, algo distinto se cuela por sus fisuras y es fácil resignarse a ello. Y el amanecer entre los volcanes siempre tiene algo de alucinatorio: tanta belleza es simplemente irreal.

Yo había llegado a Xalapa con la convicción de que en México ya todo está al revés, de que las patologías del crimen organizado y las respuestas de un gobierno que de pronto parece que ya no encuentra manera de justificar su utilidad han modificado todos los protocolos vitales con que funcionábamos hasta 2006, invirtiendo todas nuestras escalas de valores. En los últimos meses en México los asesinatos ya no los cometen los sicarios de siempre, sino policías, sin que al parecer esto represente un problema cognitivo para nadie. Los buenos son los malos, sin que los malos se hayan convertido en los buenos -la de los narcos no es una revolución ni una guerra civil, es una batalla de millonarios. Supongo que llegará el día en que los policías, después de matar a alguien, se detendrán a si mismos en nombre de la coherencia de lo absurdo.

Los días xalapeños no fueron menos alucinantes: que un montón de gente que escribe se reúna a hablar de escritura en una ciudad y un estado en el que han asesinado a decenas de personas precisamente por escribir, es algo que también está patas arriba, pero de un manera que me entusiasma -decir las cosas es empezar a pensarlas fuera del cuadro. Aún así, había algo de cruce de la línea de la singularidad en todo ello: cuatro días de reuniones y fiestas de escritores en una zona del país en la que el único crimen que sí se castiga es, precisamente, escribir.

Ya en el Benito Juárez, mi mujer, nuestra hija de dos años y yo matriculamos las maletas, obtuvimos nuestros pases de abordar y nos sentamos a desayunar. Hay desde hace tiempo en los aeropuertos de todo el mundo, cuando uno vuela a Estados Unidos, un último retén ya del otro lado de los arcos de seguridad, en el que se revisa a los viajeros por sorteo. Cuando ya estábamos a punto de subir al avión, una señora de uniforme vagamente policiaco -empleada de una empresa de seguridad privada- nos pidió los pases de abordar, se los tendimos y nos obligó a formarnos en una fila aparte. Todo habría sido normal de no ser porque cuando nos tocó el turno de la revisión extra, a la que llamaron fue a la bebé, que iba dormida y en pants en su carreola. Le explicamos a la señora que igual no era buena idea despertarla, que tenía dos años, que mejor nos revisaran a nosotros, que llevábamos libros y eso siempre es peligroso, que no me había afeitado, que nunca habíamos visto nada así. La señora fue inflexible y, hay que decirlo, siempre cordial y correcta, como si lo que estaba por hacer fuera normal. Le toca a la señorita, dijo como respuesta única a nuestras propuestas -que por venir de unos desmañanados no alcanzaron nunca las alturas del reclamo. Nos resignamos.

Estacionamos la carreola, la despertaron y la hicieron ponerse de pie, con los bracitos gordos en cruz y las piernitas abiertas, para catearla. La catearon mientras toda clase de personas que podrían haber ido rellenas de guatos de marihuana y granadas de mano se metían al avión.

La bebé viaja con una maletita de juguete en la que carga a todos lados un payasito de baile, unas mallas, un tutú y unas zapatillas -cree que es Angelina Ballerina, un personaje de unos cuentos británicos para niñas-. Le destriparon sus pertenencias en una mesa y palparon sus zapatillas talla cuatro, no fuera a haber algo oculto en ellas. Luego le pasaron los trapitos detectores de sustancias explosivas a los tubos de la carreola y finalmente nos dejaron ir. La situación era tan absurda e inverosímil que ni siquiera me pude poner de malas. Una colega escritora iraní con la que viajábamos, al ver a la pobre niña cateada, dijo rascándose la cabeza y en referencia oblicua a su propia tierra: Este sí es un país de locos.

http://www.ngpuebla.com/node/41079#.UIKGQlHEeR9

 

 

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