Patas arriba
10/12/2012 – 18:00
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Salimos de Xalapa a las cinco de la madrugada para poder llegar a tiempo a la Terminal 2 del Benito Juárez y tomar un vuelo de vuelta a casa a las dos de la tarde. Las desmañanadas no propician un estado mental ideal para juzgar el alma de la patria, pero al desmañanado, a fin de cuentas, le queda algo de juicio.
De hecho, tal vez el cansancio extremo y la subalimentación propias de situaciones del viaje contrarreloj produzcan una lucidez única. El mundo se vuelve esponjoso, algo distinto se cuela por sus fisuras y es fácil resignarse a ello. Y el amanecer entre los volcanes siempre tiene algo de alucinatorio: tanta belleza es simplemente irreal.
Yo había llegado a Xalapa con la convicción de que en México ya todo está al revés, de que las patologías del crimen organizado y las respuestas de un gobierno que de pronto parece que ya no encuentra manera de justificar su utilidad han modificado todos los protocolos vitales con que funcionábamos hasta 2006, invirtiendo todas nuestras escalas de valores. En los últimos meses en México los asesinatos ya no los cometen los sicarios de siempre, sino policías, sin que al parecer esto represente un problema cognitivo para nadie. Los buenos son los malos, sin que los malos se hayan convertido en los buenos -la de los narcos no es una revolución ni una guerra civil, es una batalla de millonarios. Supongo que llegará el día en que los policías, después de matar a alguien, se detendrán a si mismos en nombre de la coherencia de lo absurdo.
Los días xalapeños no fueron menos alucinantes: que un montón de gente que escribe se reúna a hablar de escritura en una ciudad y un estado en el que han asesinado a decenas de personas precisamente por escribir, es algo que también está patas arriba, pero de un manera que me entusiasma -decir las cosas es empezar a pensarlas fuera del cuadro. Aún así, había algo de cruce de la línea de la singularidad en todo ello: cuatro días de reuniones y fiestas de escritores en una zona del país en la que el único crimen que sí se castiga es, precisamente, escribir.
Ya en el Benito Juárez, mi mujer, nuestra hija de dos años y yo matriculamos las maletas, obtuvimos nuestros pases de abordar y nos sentamos a desayunar. Hay desde hace tiempo en los aeropuertos de todo el mundo, cuando uno vuela a Estados Unidos, un último retén ya del otro lado de los arcos de seguridad, en el que se revisa a los viajeros por sorteo. Cuando ya estábamos a punto de subir al avión, una señora de uniforme vagamente policiaco -empleada de una empresa de seguridad privada- nos pidió los pases de abordar, se los tendimos y nos obligó a formarnos en una fila aparte. Todo habría sido normal de no ser porque cuando nos tocó el turno de la revisión extra, a la que llamaron fue a la bebé, que iba dormida y en pants en su carreola. Le explicamos a la señora que igual no era buena idea despertarla, que tenía dos años, que mejor nos revisaran a nosotros, que llevábamos libros y eso siempre es peligroso, que no me había afeitado, que nunca habíamos visto nada así. La señora fue inflexible y, hay que decirlo, siempre cordial y correcta, como si lo que estaba por hacer fuera normal. Le toca a la señorita, dijo como respuesta única a nuestras propuestas -que por venir de unos desmañanados no alcanzaron nunca las alturas del reclamo. Nos resignamos.
Estacionamos la carreola, la despertaron y la hicieron ponerse de pie, con los bracitos gordos en cruz y las piernitas abiertas, para catearla. La catearon mientras toda clase de personas que podrían haber ido rellenas de guatos de marihuana y granadas de mano se metían al avión.
La bebé viaja con una maletita de juguete en la que carga a todos lados un payasito de baile, unas mallas, un tutú y unas zapatillas -cree que es Angelina Ballerina, un personaje de unos cuentos británicos para niñas-. Le destriparon sus pertenencias en una mesa y palparon sus zapatillas talla cuatro, no fuera a haber algo oculto en ellas. Luego le pasaron los trapitos detectores de sustancias explosivas a los tubos de la carreola y finalmente nos dejaron ir. La situación era tan absurda e inverosímil que ni siquiera me pude poner de malas. Una colega escritora iraní con la que viajábamos, al ver a la pobre niña cateada, dijo rascándose la cabeza y en referencia oblicua a su propia tierra: Este sí es un país de locos.
http://www.ngpuebla.com/node/41079#.UIKGQlHEeR9
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