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Madres trabajadoras: musas, no mártires

Miguel Cane

En casa, mi madre tenía la doble carga de ser madre y trabajar. De llevar una casa y al mismo tiempo, ser profesionista. Pero aunque pasara horas en la oficina, siempre estaba al tanto de nosotros. Y si bien no tuvimos cosas superfluas, jamás nos faltó un plato de comida, ropa limpia y su cariño.

17 octubre, 2012

Cuando yo tenía unos once años, esa época en la que estamos por dejar de ser niños y a punto de convertirnos en adolescentes, cuando todavía creemos que nos merecemos todo, recuerdo haber hecho un raro berrinche en el Sanborns de la casa de los azulejos, al pedirle a mi madre que me comprara un libro.

“Ahora no puedo, hijo.”

“¿Pero por quéeee? Si yoooo lo quieroooo y saqué buenas calificacionessss…”

“Sí, mi amor, pero entiéndeme. Ahora NO PUEDO.”

Y vuelta al intento de persuadirla, hasta que mi madre se volvió, se puso en cuclillas, me tomó de los brazos y dijo: “No. Somos. Ricos.”

La frase fue de un gran impacto, y muy duradero.

Mi madre se siente culpable, aún hasta hoy (en la navidad pasada salió a colación la anécdota y le remuerde, aunque no debería) por haberlo dicho, pero yo se lo agradezco. Porque en ese momento yo no sabía que ese “ahora no puedo, hijo” le dolía más que a mí el no tener mi capricho. ¿Por qué? Porque mi madre trabajaba para darnos de comer, en ésa, que fue una de las épocas más difíciles en la economía familiar y aprendí, a largo plazo, una valiosa lección al respecto.

Esa es una de las muchas cosas que aprendí de mi madre.

Mi madre fue madre trabajadora.

Nació en 1950, la cuarta de siete hermanos, en una familia de origen humilde. Tuvo que trabajar por necesidad desde muy joven y supo siempre el valor de un peso ganado. Trabajó desde niña, primero ayudando a su madre y cuando adolescente, como secretaria, escalando por años en puestos a base de esfuerzo, para llegar a la posición ejecutiva que tuvo por años hasta que se jubiló hace poco tiempo. No tuvo estudios (algo que sé que le pesa, y que no ha descartado del todo remediar), pero lo compensó con una dedicación a toda prueba a su trabajo. En la esfera publicitaria de hoy en día, todavía hay mucha gente que fue “criada” por mi mamá, que aprendió de su experiencia y a quien ella ayudó en todo. Son sus “niños”, que hoy están en distintas agencias, y algunos, lo sé de cierto, la recuerdan.

En casa, mi madre tenía la doble carga de ser madre y trabajar. De llevar una casa y al mismo tiempo, ser profesionista. Contaba con mi padre, por supuesto (han estado cuarenta años juntos) y con  su suegra, mi abuela, quien desde que enviudó en 1981 se dedicó a ayudar con la crianza de mi hermana menor y mía. Pero aunque pasara horas en la oficina, siempre estaba al tanto de nosotros. Y si bien no tuvimos cosas superfluas (juguetes, viajes, campamentos en Canadá, dígalo usted), que otros niños de nuestro entorno tenían, jamás nos faltó un plato de comida, ropa limpia y su cariño.

De mi madre aprendí muchos valores que trato de mantener vigentes en mi vida. Aprendí la solidaridad, la generosidad, la constancia, la honestidad, el dar. Mi madre es probablemente la persona más entregada y agradecida que conozco. Tiene su carácter, pero siempre nos inculcó una cosa a mi hermana y a mí: sean libres, sean independientes. No dependan de nadie. Administren lo que ganen, no tengan deudas. Sean dueños de su destino.

Y he tratado de aplicar sus enseñanzas. Sobre todo porque implicaron muchas cosas: que comiera sola en su cubículo, que tuviera que dejar pasar la ocasión de divertirse. Para que lo hiciéramos nosotros.

Mucha gente la criticó en su momento. “Estás abandonando a tus hijos” “Estás malacostumbrando a tu marido” “Estás descuidando a tu familia”. Ahora puedo decirles que no. Mi madre, no sé cómo lo hacía, pero se las ingeniaba para hacerlo todo. Mi padre, por circunstancias que no pudo controlar, no pudo volver a tener trabajo desde los cuarenta y cinco años y tuvo que quedarse con nosotros y hacer trabajos menores que implicaban ingresos que no se comparaban con los de mi madre. Y no era mucho lo que ella ganaba. Tuvimos que crecer con lo justo, pero nunca nos faltó lo básico. Y si mi madre no hubiera trabajado, hubiera sido casi imposible salir adelante. Y a mi madre no la ayudó nadie.

Por eso, a los catorce años, en cuanto pude, busqué mi primer trabajo. No solo por ayudar, si no porque sabía que mi destino era trabajar y nunca le tuve miedo a hacerlo.

Y si eso no es un valor, señoras y señores, no sé qué es.

Que ahora, Elba Esther Gordillo, en un velado ataque hacia Televisa asegure “Las madres trabajadoras son las culpables de la desvalorización (sic) social en los hogares” me parece una literal mentada de madre a todas las mujeres que tienen que trabajar para sacar adelante a sus hijos. Que con su facelift, traje de Escada y zapatos de Prada haga esta categórica descalificación – donde su intención era otra, naturalmente, me parece un acto de soberbia y de asco.

Seguramente usted, que lee esto, es madre trabajadora o hijo/a de una madre trabajadora.

Entonces sabrá que mi admiración y mi solidaridad está con ellas.

La “desvalorización” que señala la maestra está en la turbia realidad que ha contribuido a crear ella, al frente de una mafia vestida de sindicato que ha saboteado el sistema educativo y el objeto de sus puyas, Televisa, que manufactura contenidos de dudosa o nula calidad moral para millones de espectadores, partiendo de que es, ultimadamente, un negocio.

¿Qué culpa tiene la madre trabajadora de esto?

La madre trabajadora no es una mártir. Es una musa.

Y seguramente estará demasiado ocupada como para darse por ofendida por las pendejadas que dice la líder sindical desde su penthouse polanqueño que le pagamos todos.

Mi madre, ciertamente, no se da por aludida. “Yo trabajé porque lo necesitábamos y porque no podía hacer otra cosa,” me dijo cuando la llamé, indignado. “No tuve opción. Ninguna madre que trabaja la tiene, en el fondo, a menos que de verdad pueda permitirse el ser señora de la casa de tiempo completo. Y no siento que ustedes hayan sufrido por eso. Ya no. Pero es un camino muy difícil. Y no se toma por gusto.”

http://www.animalpolitico.com/blogueros-ciudadano-cane/2012/10/17/madres-trabajadoras-musas-no-martires/

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De mármol y bronce

Carmen Aristegui F.
19 Oct. 12

¿Y éste quién es?, es lo que se escucha entre quienes pasan a pie o en automóviles frente al recién remodelado parquecillo que se encuentra entre Reforma y Ghandi, en pleno Chapultepec, en la Ciudad de México. Es la frase de los que observan o ven de reojo a un personaje a quien se erigió una monumental estatua de bronce, sentada en una silla del mismo metal que soporta una gran plancha de mármol blanco y cuyo nombre -desconocido para la mayoría- brilla al sol en letras de oro.

La ubicación se encuentra en un sitio de privilegio. Vecina, en la zona, a la de Mahatma Ghandi, a la de Winston Churchill y a la cabeza de Luis Donaldo Colosio. Acompañada por el museo Tamayo y en las inmediaciones de la polémica Estela de Luz, la estatua del hombre en la silla ha empezado a causar problemas y polémica.

La identidad corresponde a Heydar Aliyev, el fallecido ex presidente de Azerbaiyán, considerado por intelectuales, periodistas y críticos como un gobernante autoritario, antidemocrático y violador de los derechos humanos. Lo identifican, en la historia del Cáucaso, simple y llanamente, como un dictador.

Miembro activo de la KGB en los años sesenta. Secretario del Partido Comunista desde el cual gobernó hasta la disolución de la Unión Soviética. Al fin de la Guerra Fría, continuó gobernando, convertido, entonces, en presidente de Azerbaiyán.

Para describir el perfil de Aliyev, se ha recurrido, en estos días, al obituario publicado en NYT. Gobierno de 30 años, caracterizado por «frecuentes irregularidades electorales, violaciones a los derechos humanos y una prensa amordazada». Descrito como personaje autoritario, que gobernó «con mano de hierro» en medio de un clima de «corrupción, amiguismo e incompetencia», amén del culto a la personalidad registrado en «ciudades y pueblos», decoradas con retratos e imágenes del personaje.

La estatua provoca en los más curiosidad. En los menos, pero que van en aumento, indignación. Se suman voces que alertan al resto de que no es aceptable una estatua así en nuestra ciudad.

Personajes de relevancia pública han llamado la atención sobre el tema. No pueden sino ser sino escuchados.

José Sarukhán, Jean Meyer, Homero Aridjis, Jacobo Dayán, director de contenidos del Museo Memoria y Tolerancia, Guillermo Osorno, editor de Gatopardo, y Andrés Lajous, entre otras voces, se han pronunciado y escrito sobre el tema Azerbaiyán y el activismo diplomático que se ha desplegado en México, con aportaciones millonarias de un régimen que busca ser considerado como «una joven democracia».

Son voces que se inconforman, no solo por la estatua de Reforma sino por el monumento y la placa colocados en la remodelada plaza de Tlaxcoaque dedicados a la matanza de Jodyali, a la que han llamado genocidio, abriendo -con ello- otro punto de debate.

El doctor Sarukhan, investigador emérito de la UNAM, escribió en marzo de éste año en El Universal el texto «Ignorar la historia». Si bien no aludía a la estatua ni al monumento y placa en Tlaxcoaque (cuya redacción insólita -más allá del contenido- quedó inscrita también en letras de bronce) porque aún no habían sido inaugurados ni dados a conocer, sí se pronunció acerca lo que llamo «cabildeo de la embajada azerí en las Cámaras de Diputados y Senadores», poniendo en cuestión, entre otras cosas, que se llame «genocidio» a lo de Jodyali. «Ahí murieron 613 personas azeríes, lo cual, sin duda, es desafortunado desde cualquier punto de vista. Pero igualmente murieron miles de civiles armenios en otros combates de este tiempo».

Por su parte, Jacobo Dayán, sin negar que la matanza ocurrida en febrero de 1992 es condenable, también opina que usar la palabra genocidio para Jodyali en la placa alusiva en Tlaxcoaque es, como la estatua de Aliyev en Reforma, un asunto inaceptable.

El punto es que las obras de remodelación e instalación de los monumentos fueron financiadas por el gobierno de Azerbaiyán encabezado, por cierto, por el hijo del Heyder Aliyev, el hombre de la estatua. La donación rondó los seis millones de dólares. Fácil no está, porque todo ya esta instalado.

¿Puede un gobernante rectificar después de una decisión tomada, aunque esto implique quitar o modificar la placa de un monumento y retirar una enorme estatua de bronce y mármol acompañada con letras de oro instalada ya en una avenida principal? Pues sí. Eso es lo que se le pide al gobierno de Marcelo Ebrard. No sería la primera vez en el mundo, ni en México, que se retiren estatuas y monumentos.

Lo hemos visto bajo mandato legal, tal como ocurrió en España para erradicar los símbolos del franquismo. Hay registro de asaltos airados que tumban estatuas a manos de quienes sienten agravio en lugar de veneración.

No parece ser el caso para un personaje como Heydar Aliyev -en México prácticamente desconocido.

Las voces que se han expresado lo han hecho de forma crítica y civilizada desde una revisión informada e histórica sobre lo que el personaje representa.

Lo que se pide a un gobierno es que reconsidere una decisión que ha tomado por sorpresa a la población y ha provocado estas reacciones tan adversas. Homero Aridjis se pregunta, por ejemplo, «¿por qué, sin ningún consenso o preguntas a la población, ponen esta estatua del dictador?».

Corregir el despropósito es una buena manera de concluir una gestión, en lo general exitosa, al frente de la capital. Sobre todo si, a partir de ello, se pretende forjar una candidatura presidencial.

http://www.reforma.com/editoriales/nacional/676/1351038/default.shtm

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