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Archive for 10 de noviembre de 2012

Una niña perversa, un cuento de Jehanne Jean-Charles

Esta tarde empujé a Arturo a la fuente. Cayó en ella y se puso a hacer «gluglú» con la boca, pero también gritaba y fue oído. Papá y mamá llegaron corriendo. Mamá lloraba porque creía que Arturo se había ahogado. Pero no era así. Ha venido el doctor. Arturo está ahora muy bien. Ha pedido pastel de mermelada y mamá se lo ha dado. Sin embargo, eran las siete, casi la hora de acostarse, cuando pidió pastel, y a pesar de eso mamá se lo dio. Arturo estaba muy contento y orgulloso. Todo el mundo le hacía preguntas. Mamá le preguntó cómo había podido caerse, si se había resbalado, y Arturo ha dicho que sí, que se tropezó. Es gentil que haya dicho eso, pero yo sigo detestándolo y volveré a hacerlo en la primera ocasión.
Por lo demás, si no ha dicho que lo empujé yo, quizá sea sencillamente porque sabe muy bien que a mamá la horrorizan las delaciones. El otro día, cuando le apreté el cuello con la cuerda de saltar y se fue a quejar con mamá diciendo: «Elena me ha hecho esto», mamá le ha dado una terrible palmada y le ha dicho: «¡No vuelvas a hacer una cosa así!» Y cuando llegó papá, ella se lo ha contado, y papá también se puso furioso. Arturo se quedó sin postre. Por eso comprendió. Y esta vez, como no ha dicho nada, le han dado pastel de mermelada. Me gusta enormemente el pastel de mermelada: se lo he pedido a mamá yo también, tres veces, pero ella ha puesto cara de no oirme. ¿Sospechará que yo fui la que empujó a Arturo?
Antes, yo era buena con Arturo, porque mamá y papá me festejaban tanto como a él. Cuando él tenía un auto nuevo, yo tenía una muñeca, y no le hubieran dado pastel sin darme a mí. Pero desde hace un mes, papá y mamá han cambiado completamente conmigo. Todo es para Arturo. A cada momento le hacen regalos. Con esto no mejora su carácter. Siempre ha sido un poco caprichoso, pero ahora es detestable. Sin parar está pidiendo esto y lo otro. Y mamá cede casi siempre. A decir verdad, creo que en todo un mes solo lo han regañado el día de la cuerda de saltar, y lo raro es que esta vez no era culpa suya.
Me pregunto por qué papá y mamá, que me querían tanto, han dejado de repente de interesarse en mí. Parece que ya no soy su niñita. Cuando beso a mamá, ella no sonríe. Papá tampoco. Cuando van a pasear, voy con ellos, pero continúan desinteresándose de mí. Puedo jugar junto a la fuente lo que yo quiera. Les da igual. Sólo Arturo es gentil conmigo de cuando en cuando, pero a veces se niega a jugar conmigo. Le pregunté el otro día por qué mamá se había vuelto así conmigo. Yo no quería hablarle del asunto, pero no pude evitarlo. Me ha mirado desde arriba, con ese aire burlón que toma adrede para hacerme rabiar, y me ha dicho que era porque mamá no quiere oir hablar de mí. Le dije que no era verdad. Él me dijo que sí, que había oído a mamá decirle eso a papá, y que le había dicho: «No quiero oír hablar nunca más de ella.»
Ese fue el día que le apreté el cuello con la cuerda. Después de eso, yo estaba tan furiosa, a pesar de la palamada que él había recibido, que fui a su recámara y le dije que lo mataría.
Esta tarde me ha dicho que mamá, papá y él iban a ir al mar, y que yo no iría. Se rió y me hizo muecas. Entonces lo empujé a la fuente.
Ahora duerme, y papá y mamá también. Dentro de un momento iré a su recámara y esta vez no tendrá tiempo de gritar, tengo la cuerda de saltar en las manos. Él la olvidó en el jardín y yo la tomé.
Con esto se verán obligados a ir al mar sin él. Y luego me iré a acostar sola, al fondo de ese maldito jardín, en esa horrible caja blanca donde me obligan a dormir desde hace un mes.

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Aeropuerto con hermano

Rafael Pérez Gay

Vengo de un tiempo en el cual el aeropuerto de la ciudad de México era tan pequeño que quienes despedíamos a un viajero podíamos salir al aire libre y decir adiós detrás de un barandal de hierro, a unos metros de la aeronave.
El viajero contestaba con la mano en alto antes de subir a la escalerilla del avión. Una de las diversiones de esa ciudad perdida en mi memoria consistía en ver los despegues y los aterrizajes.
En ese aeropuerto despedimos a mi hermano mayor a principios de los años sesenta. Viajar a Alemania en ese entonces significaba algo terrible, un abandono, un adiós casi definitivo. En esa ciudad y este recuerdo, la familia se había mudado de casa una noche antes del viaje de mi hermano. En la calle Herodoto, en la colonia Anzures, mi padre había rentado un departamento amueblado. No sé a dónde fueron a parar los muebles de la casa anterior. Yo tenía un rifle y le disparaba a mi hermano con disparos guturales, él se fingía herido y se tiraba en la cama con la mano en el corazón. ¿Qué fue de mi rifle?
La mañana que despedimos a mi hermano, la familia estaba lista a las ocho de la mañana. Un padre, una madre, tres hijas y un niño de cinco años. El niño soy yo. Después de la descarga con mi rifle, mi hermano me leyó una página de Platero y yo de Juan Ramón Jiménez. Esa noche, en la víspera del viaje, entre maletas y mortificaciones, aprendí a leer. Las palabras, una tras otra, disparaban significados.
Debimos ir al aeropuerto en taxi porque el dinero no daba para coche propio. Si mi memoria no miente, se había inaugurado el viaducto Miguel Alemán. Patiné sobre mis zapatos en el piso encerado del aeropuerto. Largo rato en el mostrador de Lufthansa. Papeleos, maletas, mi hermano era un manojo de nervios.
Amigos de la universidad le llevaron a mi hermano un mariachi. De verdad, un mariachi, las emociones nos llevan a extraños abismos. No recuerdo si tocaron Las Golondrinas, qué sé yo. Lágrimas. Varias ceremonias del adiós, incluyendo la mía con mi hermano en cuclillas. En el barandal, al aire libre, mi madre me cargó para decir adiós. El avión tomó carretera y enfiló a la pista. Desde el fondo de una avenida, entre separaciones de pasto seco, vimos que aquel enorme artefacto levantaba la nariz, tomaba altura y se perdía sobre las nubes de la ciudad de México. Una beca de cinco años en Alemania era mudarse al otro mundo, al fin del mundo. No voy a meterme en camisa de once varas, no sé si ese viaje y esa beca fueron una huida, una salvación, un salto al vacío o todo al mismo tiempo.
El regreso a casa fue un funeral. Mis hermanas en llanto. Mi madre, lo mismo. Papá me llevaba de la mano, me la apretaba. De niño me mareaba en los coches y el estómago me descomponía todo el cuerpo. Mi madre bajaba la ventanilla para que me diera el aire. Reconocía sin problema la calle Melchor Ocampo, la vuelta en Copérnico y luego la entrada a Herodoto.
En esos días descubrí, lleno de estupor, que arriba de nuestro departamento vivía una mujer sola que abría la puerta en bata y, decían las malas lenguas, sin nada bajo la tela de flores. Esa idea estuvo a punto de volverme loco. Mi hermano me dejó en casa Platero y yo y me pidió que lo leyera de a poco, párrafo por párrafo y que le escribiera de las cosas que leía.
Mi padre sacó del clóset una máquina de escribir vieja, grande como un tractor. Metió en el rodillo papel cebolla, una hoja de carboncillo y detrás otra cuartilla de papel revolución. Fumaba sin parar y tecleaba. Le pregunté una y otra vez, como una tarabilla, qué escribía. Una carta para tu hermano, me dijo. Leí esa carta cincuenta años después en una hoja amarillenta de papel revolución. Una larga carta de amor y arrepentimiento.
Un anciano de noventa años, papá, me dio la carta un poco antes de morir. Se la mostré a mi hermano, pero no quiso leerla. Guárdala tú, me dijo. Uno no sabe nunca nada, como dijo el clásico, pero quizá llegó la hora de leérsela, sé que le aliviará el alma saber cómo lo extrañamos en ese tiempo y la forma desaforada en que lo quiso su padre.
Caracho, si tuviera mi rifle.
Twitter: @RPérezGay

http://www.ngpuebla.com/node/42893#.UJ47e4bEeR9

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La política del horror


8 de noviembre de 2012

 

MÉXICO, D.F. (Proceso).- No encuentro otras palabras para definir el gobierno de Felipe Calderón que las mismas con las que Alain Finkielkraut definió los totalitarismos de fines del siglo XX: un gobierno que hizo coincidir la burocracia –es decir, una inteligencia puramente funcional– con los poseídos –una inteligencia “sumaria, binaria, abstracta, soberanamente indiferente a la singularidad y a la precariedad de los destinos individuales”.

La diferencia, primero, es que mientras en los totalitarismos esa coincidencia se articulaba en una imagen deformada de la humanidad y del sentido de la Historia, en el gobierno de Calderón no existe imagen alguna de la humanidad ni de la Historia. Entre la burocracia del Estado y los poseídos lo único que reina, bajo el disfraz de la democracia y del progreso, es el poder puro, la disputa sin sentido de territorios, de dinero y de la vida humana como pura instrumentalidad. Segundo, mientras en los totalitarismos, burócratas y poseídos formaban parte de una estructura de Estado monolítica, en el de Calderón no se sabe dónde están: forman parte tanto del Estado como de la ilegalidad. Son, para recordar la imagen que Gustavo Esteva usó para definir la realidad de México, “un lodo” donde la mezcla de los elementos es tan densa que es imposible definir sus fronteras.

Quizás, el gobierno de Calderón, en su horror, sea el rostro más expresivo de lo que en realidad encubrían los Estados totalitarios y que quedó descubierto bajo la miseria de Estados liberales que han hecho de la idea del progreso, cuyos recursos son el dinero y el poder, la deidad: el vacío, la nada, el horror.

Pronto se irá Calderón, pero la burocracia y los poseídos se quedarán como un signo de los tiempos donde la violencia y el dinero usan a los seres humanos, sus culturas y sus territorios como instrumentos para la maximización y el sostenimiento de los grandes capitales. No es otra cosa lo que anuncian el gobierno de Enrique Peña Nieto, las partidocracias que sesionan en las Cámaras o en los recintos judiciales, los bancos, los empresarios corruptos y el entramado de las instituciones criminales. Se trata del poder y del dinero. Y para ello –mientras la clase política no entienda la dimensión de la emergencia nacional y la necesidad de volver a poner al ser humano, sus destinos individuales y su precariedad, en el centro de la vida de la ciudad– habrá que seguir sacrificando a los trabajadores, destruyendo el campo, vendiendo territorios, manteniendo la impunidad, ignorando el lavado de dinero y a las víctimas del crimen y del abuso del Estado, soportando que a la gente se le asesine de formas inimaginables, que se le desaparezca, se le venda y se le esclavice. Mientras el progreso basado en la maximización de los capitales y el poder sea, como alguna vez lo fue la Historia o la Raza, el único fin de la vida social y política, la violencia, el horror, la nada, el miedo, la desesperación, la instrumentalización de todo, serán, bajo el maquillaje jurídico de las libertades, nuestra atmósfera común.

Detrás de esta lógica sin sentido escucho resonar las palabras que el padre de Iván Grigorievitch, uno de los personajes de Todo pasa, de Vasili Grossman, le dirige a su hijo que llora frente a las ruinas del litoral del mar Negro que los rusos habían conquistado después de la guerra del Cáucaso: “El progreso exige víctimas”. Pero también, detrás de ellas, puedo escuchar como un eco las razones profundas del hijo: Las víctimas destrozadas por el progreso, y su recurso al dinero y al poder, no son externalidades económicas; son seres humanos, son familias, son vida real y concreta, son la economía en su sentido más real y profundo: “la casa y sus cuidados”. Sin ellos no hay vida, no hay tejido social, no hay solidaridad, no hay amor ni compasión, no hay casa.

Allí donde se levanta la abstracción del progreso, es decir, la nada del dinero, del poder y de sus complicidades criminales, los niños, los jóvenes y los viejos son instrumentalidades cuyo uso, legal o ilegal, hace correr la sangre. Es la fuerza pura como operatividad.

Pero si el progreso, que los Estados liberales asocian con el Bien, como otrora los totalitarismos lo hacían con la sociedad sin clases o la raza, no es el fin último de la sociedad, ¿qué le queda a la humanidad? Queda, dirá Ikinikov, otro personaje de Grossman, esta vez en Vida y destino, “la pequeña bondad”. “La bondad –dice Finkielkraut– de cada día, la bondad sin discursos, sin doctrina, la bondad de los hombres fuera del Bien religioso o social, el desinterés tácito, el gesto simple de un ser hacia otro ser, más allá o más acá de las generalidades y de las abstracciones”. La bondad de Las Patronas que cada día llevan un itacate a los migrantes que viajan en La Bestia; la del padre Solalinde y su gente, que los albergan; la bondad de una mujer que acompaña a una víctima a exigir justicia a una procuraduría; la de las comunidades y los pueblos que, contra cualquier dinero y poder, se cuidan entre ellos y protegen lo humano de sus mundos para que la vida pueda cicatrizar y florecer.

Una política que no coloque esa bondad como el centro de la vida social y del quehacer político será, como hasta ahora ha sido, la del horror y la ebriedad de la fuerza.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad, resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón y promulgar la Ley de Víctimas.

http://www.proceso.com.mx/?p=324679

 

 

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